martes, 25 de mayo de 2010

La muerte según Tolstoi

(León Tolstoi descansando en el bosque, 1891,  Ylia Yefimovich Repin)

Pese a las recomendaciones de dos de mis mejores amigos, y por una serie de circunstancias -las más importantes, el pasadísimo-por-agua otoño y el crudo invierno-, solamente leí las primeras páginas de "El maestro y Margarita". Esto, unido a las reticencias que tengo a la hora de enfrentarme a tochos como Ana Karenina o Guerra y Paz, han hecho que la literatura rusa y yo no nos conozcamos todavía. 

Pero siempre hay un día en que una reseña logra darte el empujoncillo que te hace meterte en jardines desconocidos, y las ganas de retomar un club de lectura en el que hace mucho que no participo, unidas a la brevedad del libro, hicieron que el domingo por la tarde disfrutara, en mi recién "reestrenada" hamaca, de una sobremesa de primavera como toca: siestecilla en el sofá y lectura de libro en el patio. Bueno, lo del patio es una gozada, lo he dicho siempre que he hablado de mi casa, pero es que es algo a lo que tenía tantas ganas que aún no me creo que tenga uno, con sus macetitas -que no cuido hasta allá :$-, su sol, su resol, y la música de los pajarillos -lo más-...

En fin, que al mínimo quec me pierdo en divagaciones...; vine a hablar de un libro, que por la gracia de Internet podéis leer aquí si os apetece: La muerte de Ivan Ilich (León Tolstoi).

Y ya no sé si es casualidad o qué que precisamente esta semana pasada me hablaron de la muerte, y, como sucede a veces, fue uno de esos momentos en los que piensas: mare meua, yo también he pensado bastante en ella estos días; no sé si por ir hace nada a un tanatorio, o por ver tanto cine español -que también :P-.

Aquí se nos muestra de manera angustiosísima lo que en sí es la muerte para un vivo: un absurdo final inevitable, una excusa para reflexionar sobre qué fue la vida y, también por qué fue, y, sobre todo, algo que normalmente sucede a otros. Y es en este aspecto donde el libro se aleja de lo que conocí hasta ahora.

Lo habitual es que se nos cuente la vida y obra de cualquier personaje  y se nos narre la muerte como broche final, sin más. Siempre la cuentan los demás, los que la lloran, los que añoran al que se fue, los que creyeron conocerlo. O leerla en cualquier entrada de enciclopedia en forma de fecha que se añade al principio de una biografía, acompañando a la otra fecha en que se nació.

En el caso de Ivan Ilich, se nos narra el desespero de alguien que sabe en todo momento que se está muriendo, y se le hace completamente insoportable el detalle de que para los demás, para los que lo rodean, es otro el que muere. Ser tan consciente de ello le hace rebelarse emocionalmente. Y sufrir demasiado.

Busco una imagen para esta entrada y encuentro, aparte, un texto muy interesante. No tiene desperdicio por tener que ver, otra vez, con la muerte:

 El amanecer del 28 de octubre de 1910, en pleno invierno ruso, León Tolstoi decidió alejarse definitivamente de su hogar, sin que nadie lo viera… antes le escribió una carta a su esposa Sofía:
“No puedo seguir viviendo en el lujo, y hago lo que los viejos de mi edad hacen generalmente, abandonar el mundo para vivir sus últimos momentos en la soledad y el silencio. Te agradezco los 48 años de vida honesta que has pasado conmigo, y te ruego me perdones todo el mal que te he hecho, como yo te perdono el que me has hecho tú”.
Con la intención de establecerse en el soleado Cáucaso y reencontrarse con los compañeros libres de su juventud, tomó el tren con dirección a las estepas… pero en el camino se enfermó de neumonía en el tren que lo llevaba, por lo que tuvo que quedarse en la pequeña estación de Astapovo. La fiebre lo consumía, su corazón latía irregularmente, ya no soportaba los fuertes dolores de cabeza y la ardiente sed que lo debilitaba… en esa agonía estuvo una semana.

Y así es como murió León Tolstoi, un 7 de noviembre de 1910, a los 82 años. Sus restos están enterrados en Iasnaia Poliana, en un claro, en aquel lugar donde su hermano Nicolás escondió durante su juventud el pequeño palo verde, talismán del amor, la armonía y la felicidad eternas.

No sé si todo el mundo piensa tanto en ella, si la ve como algo tan presente. Tampoco sé si a todos asusta, o si es más el desasosiego por dejar "desamparados" -aunque el cementerio esté lleno de gente que era imprescindible- a nuestros hijos, a nuestras parejas, familia... o el miedo por no ser ya nunca más, por nosotros mismos y nuestra desaparición tajante. Hay quien teme al dolor físico, otros temen que no se les recuerde.

Casi todos los escritores han escrito sobre ella; de pocos temas se ha escrito más sin conocerlo de primera mano, y pondría la mano en el fuego a que ninguno de nosotros vive ajeno a ella (nótese la ironía).

miércoles, 19 de mayo de 2010

Un país extraño


L.P. Hartley empezó una de sus novelas con una frase por la que quizás llegó a ser más conocido que por toda su obra. Fue tan simple en principio como:

"The past is a foreign country: they do things differently there"

(el pasado es un país extranjero: allí se hacen las cosas de otro modo)

Viendo que el hombre fue bastante prolífico y se le conoce por una única frase, me planteo si es bueno que te recuerden por un pequeño acierto entre varios, o resulta más bien frustrante. De cualquier modo, es mejor que sea así a que sea por un pequeño fallo entre varios aciertos, porque cuando sucede eso, que aquel nos pille confesados.

Hablaba hace poco el maestro Daniel Domínguez sobre la melancolía. Y habló tan bien y consiguió redondear tan bien ese texto que desde luego lo tendré mucho tiempo presente. ¿Mi idea de entrada perfecta? esa lo fue -hasta en el grabado-.  En ella se nos viene a recordar que es un estado elegido, que los melancólicos se (nos) recrean en ese punto muerto que hace que, cinco minutos después, ya echemos de menos lo que pasó hace seis.

Pero vengo a añadir yo algo a propósito de varias cosas que sucedieron hoy y que están todas bien relacionadas:

Primero, doy un vistazo como cada mañana laboral a El País digital, y corroboro que el pasado a veces vuelve sin avisar, sin ser buscado, como bromeando con nosotros -melancólicos e ilusionados por igual. Y nos desafía, como diciendo: "sí, miremos hacia adelante, mirad hacia adelante, no os recreéis, pero siempre hay rescoldos flotando, inéditos, y el día menos pensado llegarán a vosotros, casualmente.. o no". 

La noticia a la que me refiero es el hallazgo -cuarenta y siete años después-, de casi cuarenta fotografías nunca vistas de los Beatles (aquí). Puede que alguien preferiría no ver esos rostros adolescentes después de tanto tiempo y habiendo fallecido la mitad de ellos. Al resto les hará ilusión. Los contrarios, las reacciones antagónicas, como siempre. Pero, una vez más, el pasado es presente, al menos estos días que se ha conocido la noticia.

Esta tarde voy hacia clase y escucho en la radio del coche un tema que hace mucho que no elijo en mi MP3. Es de Alanis Morissette, que me encanta. Y recuerdo que reescribió su historia en cierta manera al volver a grabar su primer álbum de la forma en que veía la vida, la música y esas canciones el año en que se cumplían diez años de su publicación. En su día leí cómo explicaba que ella no era la misma y las canciones no podían ser las mismas. El disco, que os recomiendo íntegro, es Jagged Little Pill Acoustic. Otros grupos, como The Cure, también regrabaron sus mejores canciones con un enfoque más suave, tranquilo, maduro (aquí) varios años después. Imagino que si me pusiera a buscar habría cien ejemplos.

Termina la clase y conduzco de vuelta. Hay una recta de unos siete kilómetros digna de ser fotografiada y merecedora de varias entradas. Tiene árboles, muchos árboles, a ambos lados, y a medida que te vas acercando al pueblo forma un dibujo en perspectiva perfecto, con el campanario al final y las montañas rodeándolo todo. A esas horas a las que regreso, aparte, esos árboles tiene un verde indescriptible  mezclado con amarillo -siempre echo de menos la cámara de fotos en ese tramo-, y el sol está en una posición que deja ver los mosquitejos que ya flotan en el ambiente. Campo, al fin y al cabo.

Bajo la ventanilla cuatro dedos por primera vez esta temporada. Entonces se me cuela  una abeja o avispa, - no las distingo de normal, menos aún conduciendo-. Escucho primero su ruidito inconfundible. La música bastante alta. De pronto la veo, y me doy cuenta de eso,  de que no es una mosca ni un moscardón, porque lleva un vistoso traje a rayas negras y amarillas (blanca y en botella...).

Me viene al presente otro pasado. Esta vez el dramático día en que fallecieron tres mujeres jóvenes hace unos quince años. Con hijos adolescentes las tres, algunas incluso con niños pequeños. En un coche pequeño. Por culpa de una abeja que se les coló cuando volvían de la ciudad. De nuevo, el pasado estaba allí, sin buscarlo, sin pretenderlo. He bajado la ventanilla del todo para que se largara cuanto antes -la abeja y ese pasado que no busqué recordar-.


sábado, 15 de mayo de 2010

Desarrolla tu legítima rareza


Hace un par de años, en una repesca de concursantes "emblemáticos" del concurso Saber y Ganar, nos llamó a varios la atención la camiseta de Alberto Gálvez, un chaval con pinta de tener la mente muy sana en todos los aspectos. Era negra, y en letras de colores ponía: "Nadie es normal".

No tengo claro del todo con qué fin me habré definido yo misma medio en broma-medio en serio como "rarita", y con qué fin lo hacen los demás quizás no de manera directa afirmando: "es que soy raro", pero sí con sus actitudes (y más de lo que pueden pensar).

Xarito trabajó conmigo hace muchos años en un almacén de cítricos. Es dos años mayor que yo, rondando los veinte en esa época. El grupo con el que almorzábamos tanto ella como yo sentadas en los cajones de plástico era muy variopinto, de edades parecidas pero distintas y de gustos dispares pero con uno en común: salir.

Una tarde estuvimos empaquetando juntas, hablando de la vida que nos esperaba al salir de ese horario infernal, de los novietes, los ligues, los pubs. Y ella me dijo: "no hay nada que me guste más que ver el Un, dos, tres los viernes con mis padres y hermanos". Esa afirmación, tan sencilla, se me escapó en ese momento. Tal vez fue síntoma de mi grado de intolerancia -que toooodos tenemos en mayor o menor medida-, pero lo primero que me pasó por la cabeza fue que qué hacía una chica de veintipocos años un viernes noche en casa viendo la tele en vez de estar por ahí de marcha.

Me he acordado mucho estos años de ese momento, casi más que de la camiseta de Alberto Gálvez. Como me acordaré en un futuro del día en que le compré una colcha a mi hijo hace poco llena de dibujos de animales -lo que más le gusta del mundo- y dijo: "si viene un amiguito a casa y la ve se reirá, dirá que soy un bebé". No sabéis cómo me entristeció escuchar eso de alguien con seis años y pocos meses. Fui a devolverla porque no pude hacerle ver que lo que pensaran los demás era algo incontrolable, fuera esa colcha o fuera un determinado gusto.

Y lo he tenido presente estos días por cosas que he leído por la red. Esa tendencia -y necesidad - de dejar claro que se es "distinto". Pero no como una descripción de uno mismo igual que el color del pelo o los ojos, sino yendo más allá, marcando incluso distancias y más que queriendo decir "soy distinto", en el fondo adivinándose un "no soy como vosotros". ¿Más intelectual? ¿Más interesante? ¿más seguro de ti mismo? ¿mejor acaso? ¡Bah! Algunas afirmaciones parecen más bien sacadas de manuales estilo "triunfe en la vida" que de una convicción auténtica.

Es muy difícil -siendo humanos como somos y no personajes de nuestra propia ficción- engañar a todos todo el tiempo, como dice la famosa frase, y todos perdemos aire por algún lado. Hasta los coches de las mejores marcas tienen talones de Aquiles y les salen remesas que deben revisar al completo, y, como dijo  más o menos un psicólogo en un curso al que asistí, se podría pensar que juntando a los mejores jugadores ganarían todos los partidos, pero no, porque en ese conjunto se adivinaría un fallo, una falta de coordinación, de equipo, que harían que lo que no fallaba en cada uno individualmente fuera un punto débil en ese equipo ideal.

¿Es mal asunto contar las debilidades o lo que creemos que lo son? no lo sé, depende de a quién tememos defraudar. Ir por la vida en plan "estoy de vuelta de todo" mola, pero de forma coherente, que sea así, que no sea una imagen de fortaleza cuando la realidad es que se es tan débil e inseguro como el que más y se está bastante pendiente de no mancillar esa imagen que se cree proyectar.

¿Acaso soy "más" porque me guste la filosofía? y... ¿soy "menos" si digo que también leo el Pronto y la Cuore de vez en cuando?. Me apasiona un determinado estilo de música "de culto", pero al tiempo me emociono escuchando "Suspiros de España" en la voz de Conchita Piquer o "El emigrante" de Juanito Valderrama. Me reí con Torrente y no me dijo gran cosa El Sur. Sé que la belleza está en el interior, pero en no pocas ocasiones hubiera pactado con el diablo para tener el físico de Monica Bellucci. Y soy la misma persona siempre. Lo "sospechoso" que veo yo en este asunto no es el tener facetas variables, distintas y en ocasiones muy dispares entre sí, sino tratar de hacer creer que se sigue siempre una estela uniforme. La vida, los estados de ánimo, no son una planicie, sino más bien montañas rusas más o menos suaves.

Nadie es mejor que nadie, ya lo cantaron El Último de la Fila.

martes, 11 de mayo de 2010

Suave terciopelo


Puede que lo haya contado demasiadas veces, pero pienso que a veces uno define un gusto que lo va a acompañar durante toda su vida en un solo segundo o en unos pocos minutos. Así pasé de ser fan absoluta a los once, doce años de los Hombres G -como todas esos años-, a verme una noche de junio bajo las estrellas y el cielo violáceo siendo besada por primera vez mientras escuchábamos Heroin. La canción no fue esa por casualidad; era importante para el chico, y escucharlo con tanta pasión hablarme de ella -aunque lo que quería era llevarme al huerto, y nunca mejor dicho-, me permitió al menos acercarme a ese señor impreso en una portada con aspecto fantasmagórico que, resguardado por una caja de plástico mate de tanto ir y venir, formaba parte del paisaje del cuarto de mis hermanos.



Investigué sobre esa canción, Heroin, sabiendo ya esos días que a partir de esa noche de primeros de verano formaría parte para siempre jamás de mi vida y mis recuerdos, que siempre estaría en mi banda sonora. Y a medida que me fui adentrando en ese universo de blue notes, vanguardia y Nueva York, saboreando a Reed en compañía o en solitario, fui pasando por todas las etapas lógicas, empezando con la archiconocida Walk on the wild side, deteniéndome más tarde en las guitarras de Vicious, Sweet Jane o Rock and Roll, para recrearme finalmente con Satellite of love, Perfect Day, etc.

Pero la pasión por un estilo, por un grupo o por un cantante no termina nunca, si es verdadera pasión. Hubo incluso una etapa en la que -y ahora me pongo en plan abuelo cebolleta- me deshice de toda clase de corte y vergüenza y me arrimaba al micro invitada por el cantante de un grupo de música local precisamente cada vez que tocaban en los pubs de la zona cualquier canción de la Velvet -y, tengo que decirlo, Branquias bajo el agua, de Derribos Arias, mi himno esos años-.

A esta siguió la del descubrimiento de que a las buenas bandas les sucede como a los buenos pintores, los buenos directores o los buenos creadores, se cree lo que se cree: tienen un porcentaje de calidad altísimo en el total de lo que sea que hayan pintado, dirigido, creado o compuesto. Nunca se limitan a un solo éxito, nunca... Y no dejo de descubrir, día tras día, canciones que dicen cosas -y qué cosas-. Todo es ir buscando y buscando...

Imagino que el día que llegue a una ciudad a la que adoro sin conocer -aún-, lo haré en solitario, como viene siendo habitual estos años. Llegar sin más compañía que yo misma no es lo mismo que estar allí sola. Es ir a un sitio disfrutando de la soledad del trayecto y, al mismo tiempo, de la emoción del reencuentro. Esa ciudad es París. Para qué nombrar nada concreto, si su sola mención lo dice todo.

En la historia de cada uno de nosotros hay momentos simplemente perfectos, los hayamos vivido o los hayamos disfrutado porque alguien nos los ha contado: en junio de 1990, un junio después del de mi primer beso, Lou Reed se reunió de nuevo -años después-, con John Cale. Lo hicieron por un amigo común -de nuevo la amistad...- Y tocaron en un parque en París, al aire libre, dejando fluir su obra y dejando flipada -imagino- a la gente:



Just a perfect day;
problems all left alone.
weekenders on our own
it's such fun

(Un día perfecto;
olvidándonos de los problemas.
Domingueros de nosotros mismos
es tan divertido)

lunes, 3 de mayo de 2010

Caminos


Me senté ahorita a escribir mientras llueve -otra vez-. Últimamente diría que es casi normal que llueva a diario; sucede  sin avisar, y de forma tan suave que tropiezo con el suelo mojado cuando salgo a la calle, aunque nada me lo haya indicado, ni el olor -a geosmina-, ni ese ruido.

Me senté porque tenía ganas de contar una sensación, y me vienen a la cabeza muchas escenas de película para expresarla. Escenas que, sin música no serían las mismas; y tampoco lo serían sin esos crepúsculos y el sol cayendo de esa manera. Como se dice, las palabras solas no llegan. Necesitan música, enfoque, simbolismo, expresiones, emoción. Y todo eso junto solo puede darlo el cine, cómo no.

Hay un género que aglutina mejor que otro todo lo que significa el "soltar todo y largarse" con el que tanto me gusta fantasear, aparte de ese recuerdo constante que todo vivo debería tener de que la muerte vive junto a nosotros y hay que salir ¡ya! y hacer todo lo que queremos, porque ella está ahí, recordándonos que hoy puede ser el mejor día de nuestra vida.... pero también el último. Son las road movies.


Aunque las listas de cada género suelen ser interminables, de las que conozco, mis preferidas se cuentan con los dedos de una mano. A saber: Into the wild, Y tu mamá también, Diarios de motocicleta y Thelma y Louise. Como he dicho tantas veces, mi porcentaje en cultura cinematográfica trata de irse ampliando día tras día, y aunque me temo que ya renuncié a Tarantino, no me cierro a casi nada (tampoco en el cine, jeje :P). Podría enumerar un motivo o varios para cada una de ellas. El principal es el llenárseme los pulmones de oxígeno cada vez que las veo o pienso en ellas. Y no es poco eso. El resto, el ver en los parajes que conocemos y en los que desconocemos el modo de conocernos más, acompañados por la música y avanzando hacia muchos sitios que no llevan necesariamente un nombre de lugar.

Estos días vi la quinta, la que completaría mi mano. El cuatro queda siempre a medio camino,  como un "quiero y no puedo", siendo el cinco mucho más chulo -siempre lo imagino de color amarillo, qué cosas-...


La encontré de casualidad al leer el título mientras buceaba en los viejos tiempos de un foro: Viaje a Darjeeling. No tenía ninguna referencia más, pero el que llevara la palabra viaje hizo automáticamente que me atrajera, qué filón tienen en mí los publicistas y traductores. Al principio no me dijo nada especial -dejando aparte la luz, el color y la música: geniales-, y cuando ya prácticamente pensé en que no era lo que me esperaba, faltándome un trozo para ver -más largo de lo que pensaba-, sucedió una escena que hizo que me replanteara toda la película. Y que la guardara.

Curiosamente anoche, mi amigo me comentó que había hecho -él también-, una completa limpieza de primavera. De eso trata esa escena, de limpiezas, de equipajes, de ligereza y de replanteamiento.

Cómo no, os la recomiendo. Y esta entrada no significa tampoco lo mismo sin escuchar esta canción: