sábado, 29 de enero de 2011

Cuando me empeñé en encontrarte


Fue una época extraña de mi vida. La época que me marqué para encontrarte. Ya no te buscaba; te tenía en mi cabeza, puede que desde que había nacido, porque debe ser así, y algo tiene que suceder en el Universo años antes o años después para que por fin dos choquen y se unan.

Conducía de manera un tanto temeraria, advirtiendo por instantes que lo hacía por inercia pura, siguiendo de noche los rastros de luces y poco más, y de día los coches donde podía verte a ti conduciendo. Oteaba cada uno con el que me cruzaba, y llegaba a distraerme de tal forma, que en demasiadas ocasiones era el sonido del claxon de algún amargado el que me despertaba de ese especial ensoñamiento, con la radio de fondo y dejando que fuera mi coche el que me llevara, y no al revés.

Me sorprendí observando los ojos de todos con los que me cruzaba, intimidándolos puede, manteniendo dos segundos al menos ese primer contacto visual. Pensaba que sería así quizás como iba a conocerte, y que me pararías por la calle, me cogerías una de mis manos y dirías: "te estuve buscando todo este tiempo... ¿dónde te habías metido?"

Luego fue en la Escuela, cuando iba a cogerme el chocolate habitual. Esperaba un ratín después de tenerlo para ver si eras tú el que venías a por tu café o lo que fuera. Mis compañeras me miraban raro, y yo parecía vivir dos segundos más lenta que el resto del mundo, como a la expectativa.

Más tarde, en mi época más oscura, donde digamos que toqué fondo, solía vestir de negro ajustado, y me echaba el pelo hacia atrás con gomina, cargando los ojos de khol y perfumando hasta el último rincón de mis curvas para ver si me olías, me captabas, me mirabas... Salía por las noches resultando patética, acabando casi al amanecer más sola que la una, con toda la cara emborronada e inmensas ganas de llorar, y casi parecía que algunas de las mejores canciones de perdedoras habían sido escritas para mí. Y me hundí.

Fue esa época, la de la casa en la playa en invierno, cuando dejé de quererte encontrar -que no buscar-, y en cambio la vida me trajo a mí misma. Renové toda mi sangre por entero dejando de beber, blanqueé mis pulmones y dejé crecer mi pelo. Fueron esos días de madrugar mucho mucho y ver cómo amanecía a pocos metros del mar. Nunca reprimí mis lágrimas esos meses, nunca más me teñí el pelo y asesiné y enterré mi ansiedad corriendo por la orilla hasta que ya no recordaba esos tiempos en que dejé, en que me dejaron, en que fui rechazada...

Pero sucedió que empecé a temer la vida, y no, para nada era inmune al dolor, sino más bien había logrado alejarlo tanto tanto que regresó el miedo, pero no ese miedo que me había hecho dormir mal durante un año y medio, sacándome arrugas y envejeciendo mi expresión más que cinco años de abandono, sino el miedo mismo a salir ahí fuera, a estar expuesta a un algo, a un alguien, a ti.

martes, 18 de enero de 2011

Astral week


Se me sobrecogió todo la primera vez que lo escuché. Fue este pasado diciembre; se avecinaba una lluvia de estrellas -gemínidas-, y había pasado una tarde de domingo especial junto a la chimenea, escuchando música en compañía, e inventando una vida nueva para un personaje imaginario del que solamente conocíamos el nombre, el color de su pelo y poco más. Una más de esas cosas que empezamos las personas sabiendo que seguramente no vamos a acabar, pero que son buenas por el mero hecho del durante, del presente que es en ratos sueltos, y no del final del trayecto. Como los viajes, como la vida, vamos.

El ambiente que imaginé tenía un puerto en una época que no sabía ubicar, atemporal totalmente, mucho paño azul marino, gorras marineras, gris y humedad en el ambiente, y verde musgo donde no alcanzaba la vista. Necesitaba música para ubicarme, y eché mano de los siempre estimulantes Waterboys y ese disco que marcó en cierto modo mi manera de ver la amistad que fue el Fisherman's Blues -asociación de ideas, de mis ideas :)-. A los quince empezaba todo, y a ratos pensé que terminaba también. Justo como me siento ahora. A los quince ya lloré a ratos por decepciones sin saber bien qué me estaba perdiendo -que seguramente era nada-. Y ese disco, esa canción principal, que predispone a la alegría y al brindis por los viejos amigos y los buenos tiempos, me hizo llorar en aquel bar. Una de las primeras veces que lloraba de emoción por algo bueno que había dicho alguien de mí. Alguien que me quería y lo sigue haciendo, veintidós años después. Y alzamos nuestros vasos de Burret con cola, y brindamos, como en una especie de pacto sin palabras, solamente con miradas, mientras la voz de Mike Scott nos contaba aquello de "... ser un pescador revolcándome en el mar, lejos de la tierra firme y de sus amargos recuerdos. Echando fuera el sedal, con abandono y amor. Sin límites debajo de mí, excepto el cielo estrellado arriba iluminando... y tú en mis brazos".

Entonces, el disco se paró en una canción que recordaba vagamente. Me atrapó en nada, y tuve que escucharla varias veces seguidas, porque causó en mí una especie de adicción placentera y a la vez beneficiosa -pocas adicciones son así a un cien por cien-. Tuve que parar de escucharla compulsivamente, poner otras por el medio para no caer demasiado rendida a sus pies; comprobar si , tal vez al compararla con otras, perdía algo de su valor, de ese valor que acababa de atribuirle, capaz de dejarme completamente hipnotizada, como viviendo en el pueblo atemporal del cuento que estaba escribiendo. Pero no pude, no pude.

Y sucedió ese algo mágico, ese instante en que encontré una joya mientras indagaba en ese baúl de tesoros. Como algo valioso dentro de algo que ya era muy valioso. Y, leyendo información de esa canción, quise viajar en el tiempo y meterme de lleno en el origen de esos acordes que tanto me motivaban y tanto me sacaban de dentro. Leí versión, leí Van Morrison -hacía poco me había también medio-enamorado de su Here comes the night, conocía a su chica de ojos marrones tantas veces escuchada, y poco más-.

Lo siguiente, lo más previsible: adentrarme de lleno en su Astral Weeks -absolutamente perfecto en su totalidad-, justo en esos días de lluvias estelares y un futuro incierto pero esperanzador, bonito, tierno. Sabiendo que ese fenómeno tiene justamente eso de atrayente: su belleza... y su fugacidad. Fue todo muy... redondo :).


lunes, 10 de enero de 2011

Tres rosas y un recuerdo


Me entristecí hace poco al pensar por qué te había olvidado tan pronto. Fue cuando recibí tu postal, la que ironías -o no- de la vida, tenía un ángel dibujado. He tratado de recuperarte en mi memoria con imágenes y no he tenido más remedio que recurrir a las -antiguas ya- fotografías. No puedo ser tan fría, no me lo explico, y tampoco la vida tiene por qué ser tan injusta con ciertos recuerdos. ¿No quedamos en que olvidábamos lo malo? entonces, ¿qué me pasó a mí contigo? ¿por qué me vienen estos años a la memoria y solo recuerdo muchas horas de reclusión en casa esperando llamar, esperando que me llamaras?. Las personas con las que nos mezclamos vinieron a nosotros por algo, y era frustrante que hasta las risas se fueran diluyendo de manera tan tan precipitada. No le encontraba el sentido a tu paso por mi vida.

Pero ayer, casualidades de la vida, volví a recordarte. Serían las cinco y pico de la tarde. Y fue por una rosa. Puede parecer contradictorio que te dedique un texto, pero ahora verás -veréis- por qué. Y lo reconfortada que me he sentido esta mañana pensando en el bien que me hiciste, que me servirá a partir de ahora para no caer en mi tendencia a subestimarme, tú que conseguiste que una "piltrafilla" pasara a ser la mismísima princesa Buttercup.

Lo que vino después confío en superarlo en un futuro próximo, e incluso sonreír al recordarlo... ; lo que vino antes fueron todas las explicaciones que me hiciste cuando hablábamos de literatura norteamericana y Whitman nos incitaba a coger las rosas mientras pudiéramos, a que aprovecháramos el momento ya que puede que después fuese demasiado tarde y estuvieran ya muertas; o la rosa de Shakespeare, a la que daba igual el nombre que pusiéramos, porque ¿dejaba acaso de oler bien por ello?. Me hiciste apreciar así el valor de las personas visto con otros ojos, y me sentí incluso bonita en las pocas ocasiones en las que me miraste, pero que fueron todas ellas. Luego, cómo no -y por eso me acordé de ti-, vino la rosa del Principito, la que tenías en tu firma y que valía tanto por el tiempo que le habíamos dedicado, tratándola siempre con delicadeza.

En ese segundo en que el amigo Pere me señaló las figuritas del aviador que adornaban su tele, me vino a la cabeza ese libro en edición bilingüe que compré por duplicado y te regalé en Morrazo, y de ahí a ser consciente de tu función en mi vida no necesité ni un pestañeo: el valor que me habías dado como persona para incluso yo verme con otros ojos y no dejar nunca que lo que pensaran los demás consiguiera hundirme. Tú veías sonrisa y ojos bonitos donde yo solamente veía acné y delgadez. Y aceptaste la estrechez de mis hombros y la longitud de mis piernas como si fueran lo más valioso. Tú, que podías tener a la chica que quisieras, me elegiste a mí, viste más allá de una barrera de carne y huesos, lo que nadie hasta la fecha había logrado ver. Y me sentía en paz en mis bajones cuando me reconfortabas con tus palabras a más de mil kilómetros de distancia. Puede que acabara de llorar, pero entonces me miraba al espejo y te daba la razón porque qué menos podía hacer por mí misma y en deferencia a tu paciencia.

Hay pocos como tú, que, como escribió en forma de frase-mantra Sáint-Exupéry, consigan  ver con los ojos del corazón, porque lo esencial es invisible a los ojos.  Hay pocos, pero me quedo con que sí existen, como exististe tú, por ahí esparcidos, y esperando que nos encontremos. Una vez más, vuelvo a devolverte las gracias. Así todo tiene ya sentido.