(Foto de Rafael Bracho)
Tampoco era nada del otro mundo. Solo un tiempo bonito en una casa pequeña, estrecha toda ella, pero a la que uno no tardaba en acostumbrarse. Pintada de un blanco muy muy blanco y con las cortinas, rejas, marcos de ventana y todo eso de un azul muy muy eléctrico. Médem seguía estando presente en sus vidas, aunque la vivienda permaneciese fijada al suelo y los únicos que se movieran fueran ellos.
Nada de japonesas de rostro blanco ni genuflexiones empalagosas y servilistas. Nada de sumisos, que a esos "no se les ama... simplemente se les quiere", como cantaron Golpes Bajos. La luz, eso sí, siempre era tenue, dibujando rallitas en el suelo de madera de haya, o de material parecido a la madera con un color parecido a la haya, vete tú a saber.
Y poco más, solo se echaban, y pasaban las horas escuchando música, contándose cosas -que no hablando-, bebiendo... y usando todos los gerundios del mundo.
Ninguna otra época era tan feliz como la de cuando el día empezaba a estirarse. El optimismo daba codazos a los malos rollos y ella estaba pletórica, luminosa. Solía sentarse dejando a su izquierda la puerta de la terraza de la cortina azul, y escribía cosas durante horas.
La otra persona... solo observaba. Y le gustaba lo que veía. Nada duraba siempre, ni siquiera la sensación y el recuerdo de esos momentos. Pero esa sensación y esos momentos siempre terminaban volviendo. Y, a su modo, eran felices.
PD: esto se pudo "materializar" cuando encontré la casa, que vino tras el texto, y no después. La idea lleva al hecho, pero nunca el hecho lleva a la idea, sobre todo si sabemos cuál es esa idea.
PD: esto se pudo "materializar" cuando encontré la casa, que vino tras el texto, y no después. La idea lleva al hecho, pero nunca el hecho lleva a la idea, sobre todo si sabemos cuál es esa idea.