miércoles, 16 de enero de 2013

El pequeño cambio

Pude mudar toda mi vida anterior a la nueva ciudad solamente cuando vi que ya no era la misma persona. Lo vi en mi cara, en mi ropa, en mis escritos, en mis nuevos amigos, en mi nueva música y en mis nuevos hábitos. Había sentido esa necesidad natural de romper. Fue fácil hacerlo con quien no me inspiraba ningún tipo de sentimiento, pero catastrófico emocionalmente con gente a la que tanto había querido.

Las maletas físicas fueron filtros naturales, y el resto en bolsas grandes, esperó unas semanas o meses antes de ser lanzado a los contenedores. Las cosas duplicadas fueron regaladas, y, muy cursimente, al estilo Bucay, quité el valor -realmente inexistente- a las que habían sido mis pertenencias hasta la fecha. Tenía una casa en aquel pueblo -mi colchón-, y sabía que no se iba a ir de mí mientras siguiera aireándola de vez en cuando. Ahorros, todo el cine necesario en el multimedia y toda la lectura necesaria en el Kindle. El resto, en una tarjeta tamaño 1x1cm. Ahí cabían amigos, conocidos, ayudadores, paños de lágrimas, amigos de verdad, conocidos con mucho feedback, antiguos amantes "cero-dolientes", y alguna ilusión del presente. De lo otro hice como si ya hubiese olvidado.

Despertar las primeras semanas en mitad de la noche y no saber en qué sitio estaba fue totalmente kafkiano, levantarme para mear a las tres de la madrugada e ir dando bandazos hacia la izquierda cuando debía haber sido hacia la derecha fue hiriente. Terminé con las piernas llenas de moratones.

Tardé en acostumbrarme a la poca presión de la ducha y, aunque mis baños eran de semestre en semestre, pensar en no volverlos a tener cuando yo quisiera me hizo pensar más en un retroceso que en un avance, la verdad. Y a la pérdida del microondas, y al paisaje azul y luminoso de mi buhardilla.

Empecé a acostumbrarme a los cines los viernes (¡fuera de casa!), a la elección de plan sin necesidad de conducir, y a las cienes de caras nuevas con los que me cruzaba a diario en mi camino a la academia.

De vez en cuando me sentaba en cualquier sitio y fantaseaba con cruzarme con gente de otra época, e imaginaba cómo sería ese momento, si ellos recordarían mi cara, si algunas me reconocerían al verme en persona, y siempre que pensaba eso terminaba sintiendo aún ese nudo y esas ganas de llorar. Entonces volvía a mi casa del pueblo y me acurrucaba enrollada en mi cama las horas necesarias hasta que volvía a salir el sol.