miércoles, 24 de noviembre de 2010

La oportunidad de un fantasma


Me gustan las historias de fantasmas.

Leí hace unos años una reseña de un libro que hacía referencia a algo que había sucedido muy cerca de mi casa. Llevaba tiempo sin sentirme tan aventurera como cuando subí yo sola las escaleras ruinosas que me llevaron a un mundo que lo fue en otro tiempo y del que apenas quedan más leyendas y relatos escuchados a pescadores que realidad.

Recuerdo la ilusión que sentí cuando la chica de la librería me confirmó que tenía ejemplares y guardaba uno a mi nombre. Esas cosquillas, ese gato en la panza -como describió un día Alicia ;)- ante los descubrimientos y el momento en que por fin nos encontramos. Conduje un domingo temprano para verlo, para tenerlo, para conocernos...

Bastante más grueso de lo esperado, hecho que todavía me alegró más; escrito para poder ser devorado en pocos ratos. Cuando terminé esa historia fascinante, pensé en los pocos kilómetros que me separaban del lugar de los hechos. Si se da así en la vida, en la realidad, uno es sin duda un lector, una persona afortunada. Yo lo fui, claro.

La tarde no era gris, y el día estaba más parado que de costumbre – la meteorología no tiene por qué acompañar a la idea que uno se ha fundado-. Paseé el trecho que discurre entre la ciudad y esa zona a través de la Marineta Cassiana. El mar a mi izquierda, azul, tranquilo... A mi derecha y  ante mis ojos la casona. Tal y como uno la imagina cuando es pequeña y le cuentan esa historia. Bueno, yo ya tenía treinta y pico, pero la habría imaginado igual, para qué engañaros, si total el pensar es lo único que no envejece de nosotros. Miré hacia arriba y en cualquier momento temí ver a alguien tras las ventanas, aunque el sol pegaba de forma tal que me deslumbraba. Al lado, totalmente en ruinas, yacía el cementeri dels anglesos. Yacían sus fantasmas, sus historias.

Fantasmas... ¿todavía alguien piensa que no existen? Yo puedo verlos continuamente, aunque me deshice  ya de los míos. Fantasmas que no son más que recuerdos distorsionados, magnificados y embellecidos. Espíritus ausentes haciendo acto de presencia en los lugares menos esperados, envolviéndonos de un celofán frío, espeluznante, impidiéndonos sentir calor, impidiéndonos sentir sin más. Regresando transformados en mil formas, en quinientas palabras, en cien sonidos, en un puñado de canciones y varias fotos. Muertos con los que no se cerró el círculo. Seres que se fueron demasiado rápido, que no dejaron paso al aburrimiento y la rutina y quedaron anclados a esa edad, a ese aspecto, sin defectos apenas. Como de otro planeta. Como nadie es cuando sigue estando y sigue viviendo.

Y habrá quien no crea en los fantasmas...

Esos de los que apenas conservamos sensaciones extremadamente tamizadas a las que llamamos recuerdos.

Toqué esa verja, ese hierro, ese pasado. Fui capaz de tocarlo. Se trata solamente de imaginar, de visualizar,  de captar olores, brisas. De notar la sal en la cara.

Amantes de cementerios y sitios raros: si venís os llevo :)

Aquí el libro

martes, 16 de noviembre de 2010

De colisiones y cuevas


El que va de paso emprende el camino, normalmente ascendente, zigzagueante, sinuoso; a veces duro, a veces suave; siempre imprevisible.

Asciende, y a la vez que deja de escuchar sonidos que diez minutos antes eran claros y cotidianos, el silencio inmenso de la montaña va haciéndose espacio en sus oídos, acoplándose, retorciéndose, hasta terminar ocupando todo, y aislando a cada caminante en sí mismo. Pensando...
Siempre, desde lo más inmenso, desde esos lugares y esas vistas, el individuo, como dijo Nietzsche, deja de ser absorbido por la tribu, y cada nueva roca lo acerca más y más a la cima y es un tramo menos de apego. Y sube él solo. Puede haber otras voces... otra voz, pero sube a solas.

Y piensa, valga la redundancia, en qué pensarían hace tantísimos años aquellas personas con preocupaciones puede que no tan banales como las suyas, pero igual de inútiles, ya que al final las cosas son o no son siempre por ellas mismas, sea conseguir una pieza de caza, encontrar un trabajo o cimentar una amistad. Dejamos de ser parte implicada cuando en nuestro rumbo se cruzan y mezclan otros planetas, estrellas y asteroides que vienen de galaxias diferentes y a ellas vuelven. Solo son rozamientos, pequeñas colisiones casuales, inexplicablemente casuales, que por lógica no deberían haberse dado. De una colisión nunca se sale sin dejar pedazos esparcidos. Pero al final, la vida es ese ir dejando miguitas de goma de borrar, y en trozos tan tan pequeños que no nos damos cuenta, pero nos van moldeando –o quitando-, y no somos iguales que la semana pasada, ni nuestra mirada es la misma, y solamente ha pasado un espacio minúsculo de tiempo, pero ya no somos iguales.

Los ojos descansan, la mirada se relaja. Sorprende encontrarse a las mil una florecilla que contrasta con el monotono, y dan ganas de hacerle una foto, pero la cámara está cada vez más lejos…

A esos sitios hay que ir con los cinco sentidos, pero pese a la nariz bloqueada, uno imagina esos olores, y de paso recuerda que no está oyendo nada, que cada vez está más y más solo. Y piensa que, si pasara mucho tiempo allá arriba, terminaría volviéndose loco.

Al final siempre se llega a la meta, es inevitable. Y desde arriba observa el paisaje en semicírculos, los mismos que dibujábamos como montañas cuando éramos pequeños y pintábamos en tres tonos distintos de verde, pese a vivir en otras más bien grisáceas. De niño, los cuentos llevan siempre las montañas verdes, y uno tiene que llegar a mayor y girar su cabeza en el coche, para darse cuenta de que la realidad estaba fuera de la caverna, y que ese verde lo causaba una percepción distorsionada –con hoguera o sin hoguera-, y sobre todo, una cadena en el cuello, que era la infancia misma, que nos hacía pensar que el mundo era tal y como lo veíamos nosotros, que siempre todo sería feliz como entonces.

De espaldas a las formas semicirculares, está el abrigo, la cueva, el refugio. Mucho más grande de lo esperado e imaginado. Y se convierte en una especie de lugar mágico, donde la mentira sobra, donde claramente uno expone lo que piensa y escucha al otro pensar. Como una especie de catarsis. Pero muy necesaria.  Después se pregunta uno si la verdad que es en ese momento seguirá siéndolo un tiempo después, y, si no es así,  si será menos verdad que la que existe en ese presente y en esa cueva mágica. Y si se puede afirmar algo rotundamente cuando depende de un pensamiento, y este es, a su vez, quizás lo más variable que tiene el ser humano.
 
Alcanzado todo, se desciende, menos cargado de equipaje que al subir, pero también pensando y en silencio. Hay historias en las que ya se ha dicho todo; que más palabras no van ya a mejorar, ni empeorar, ni embellecer, ni afear. Que de algo ha servido subir hasta allá arriba... aparte de para conseguir un pisapapeles natural :).

viernes, 5 de noviembre de 2010

La sinceridad enmascarada en una pirueta

 
Leía ayer que ese gran laberinto sin solución aparente que es nuestro cerebro guarda nuestras habilidades entre recovecos, como los recuerdos, como las experiencias bonitas y no las feas. Que el cerebro -nosotros- es listo -nosotros también lo somos- y nunca nunca nos deja ser masocas ni fatalistas cuando se trata de mirar atrás (¿arma de doble filo?... puede).

Me decía esta mañana una persona que agradezca a cada ser que entró y salió en mi vida el bien que me hizo, que ese es el modo de decir adiós. Se giró hacia sus papeles y me dio un papelito rectangular: que lo guardara, que lo leyera una y mil veces y lo tuviera presente a diario. Lloré al escucharla leérmelo, como lloraré dentro de diez años y como hubieseis llorado vosotros. Porque es bonito que alguien haya pensado en ti y te haya escrito un papelito como ese, aunque te haya causado una emoción tremenda. Aunque esa emoción haya durado solamente los tres minutos que he tardado en volver a mis rutinas y mi día a día. Estuve ese rato pues en una nube, como en una nave del tiempo. Un momento especial, algo bonito.

Mucha gente me pregunta si sigo dibujando, y digo que no, que pasé de los colores y las formas redondeadas grandotas al azul marino y blanco y a las formas redondeadas pero más pequeñas que son las letras, las palabras. Que me dio por escribir, mira tú, y aquello otro que tantos buenos ratos me hizo pasar... que aquello otro lo fui dejando, y ya no servía, y ya no...

Elegí hace tres años un dibujo al azar. Mi tía hacía un curso de mandalas y yo elegí uno que simbolizaba la amistad. Entonces no lo sabía, ni fantaseaba en cómo iba a cambiar mi vida los siguientes años. Ni que unos años después iba a tener a una personita rubia con gafas colgando de mis pechos -alternando mis pechos- todas las horas del día. Que la amistad me causaría las mejores satisfacciones. Lo que no sabía era que podía quizás confundirse con otras cosas, o puede que el amor sea eso, amistad de la buena, ese estar a gusto -muy a gusto-, reír muchísimo y amar... a ratos. Que puede que si es eso acaso no haya nada mejor, y si no lo es... puede que sea lo mismo... y que la ternura supere a la fiereza, y aquello imperfecto sea lo que echemos de menos cuando hay ausencia... y que cuando hay presencia queramos morirnos en ese momento y que se pare el tiempo justo ahí.

Empezaré hoy, viernes tarde, lluvioso, gris y con paz ambiental...a dibujar de nuevo. Tengo las plantillas de mandalas, todos los colores del mundo y más necesidad que nunca de expresarme por otras vías. Y empezaré al azar, dejándome llevar, sin creer que estoy siendo iluminada ni soy alguien divino haciendo algo que todo el mundo puede hacer. Solamente disfrutando el momento y deslizando lápices de madera...

Y cuando vuelva a acostumbrarme a combinar colores de nuevo... saldrán las formas, las imágenes y todo lo que llevo dentro... ya que están latentes dentro de mi cabeza; que veinte años no es nada...  :).

PD: la frase que da título a esto es de Claude Serre. Me ha encantado.