viernes, 8 de noviembre de 2013

Días de luz


Llevo varios días más sensiblona de lo normal, llorando por frases sueltas que leo en las noticias, por el asco que me da lo que está pasando a nivel político, y también por lo que veo delante y a mi izquierda cuando conduzco de nuevo hacia mi Dénia varias veces por semana. 

A lo largo de cinco años de carretera nacional, ese acto, ese rato, se había terminado mecanizando, pero resulta que ahora han cortado el mejor acceso que tenía, y no he tenido más remedio que desviarme por les Marines. Parece tontería, pero no lo es en absoluto, por ese sitio se va con menos prisa, en un eterno verano, como en un día de fiesta. Es triste y decadente el turismo de sol y playa cuando ya nadie va a la costa, pues porque es noviembre, porque ya "no toca", por lo que sea, pero a mí me gusta, y lo disfruto. Y salgo antes de casa para poderme parar y tomar alguna foto de un contraste que me guste (cualquiera no lo haría, con esta luz que tenemos). Y eso me hace regresar a tiempos más despreocupados, en los que todavía no tenía el arrugón que adorna hoy mi frente. No diría que si lloro sea melancolía, no: es por la sensación de tener por fin los  pies completamente sobre el suelo. De tenerlos, de saberlo y de sentirme muy bien por ello. De que el colador de la vida me dejara lo que más me convenía y lo que menos triste me hacía estar.

Pasan buenas cosas últimamente, y lo mejor está por llegar, como todos sabemos. Vendrá quizás el libro, vendrá el hotelito, vendrá la Provenza y mi París, lleno de coulants caseros y paseos sobre piedras redondeadas. Como las de la Almadrava, y como las que solía coleccionar, las que solía regalar. Espero que sigan en los cajones o en los bolsillos, y que sigan transmitiendo algo mío. Todos dejamos algo en aquellos que nos conocieron, más grande y presente y luego quizá mucho más difuminado y ausente, pero estamos en aquello que regalamos, aunque solo fuesen piedras.

Dénia pues me hace sentir siempre en casa, y la de personas que me quedan por conocer, justo en la mitad potencial de mi vida. Es comer bien, es buscar libros, comprar juguetes...

Las cosas suceden como encadenadas, y ayer alguien vestido de amarillo y azul me trajo al trabajo esa cosa tan pequeña como útil que es la guía Au, y allí que vi que, veinticinco años después, un conjunto de canciones que todavía hoy me sorprenden y me hacen sentir muy muy bien van a poder escucharse en directo el próximo 30 de noviembre, y a un precio bastante asequible.

Eran canciones de mar, y de aquel niño rubio de pueblo marinero para quien me inventé una historia y una vida. Cosa dulce.


lunes, 16 de septiembre de 2013

Volver al monte


Allí estuve, sola en aquella montaña, tras haberme empapado de Krakauer y después de releer y subrayar Walden infinitas veces: al final había conseguido lo que perseguí con auténtica ansiedad desde hacía tres veranos. Aguanté horas sin comer y sin que me bramara el estómago. Conté cincuenta tonalidades de verde y marrón distintas, y aprecié el alivio del agua cuando nos cae de repente después de patear durante horas. Pero también resulta que la soledad y el monte sabemos lo que son capaces de conseguir, y no siempre se está preparado para que de golpe, en ese estado tibio de duermevela causado por el hambre y el cansancio, acabes preguntándote por qué, -si tenían que acabar queriéndonos-, nos habían hecho tantísimo daño durante el costoso proceso. Y volvieron canciones, y volvieron sonrisas olvidadas, y aquello que hubo bueno -que habíamos olvidado que también había sucedido-, también volvió. Pero fue una vuelta tenue, borrosa, y no vino para quedarse, sino para solamente despedirse para siempre de nosotros. Lloramos durante tres días seguidos acurrucados en la tienda de campaña y al cuarto día regresamos al estado placentero que por suerte se había instalado en nuestras vidas. Al poco, leí "el ser humano no tiene problemas psicológicos. Tiene problemas de recuerdos". Será eso, pues.


miércoles, 3 de abril de 2013

El mundo era el mismo para todos



Con lo que me costó llegar al estadio presente... como para recular ahora. Ví al menos a dos personas conocidas los últimos cinco-seis años que habían vuelto a sus puntos de origen. Primero, ganas tremendas de bronquearlas, a una más que a la otra porque a la segunda persona nunca la había conocido de la misma manera. De todos modos dejé pasar algunos meses hasta que esa pseudorrabia mía en absoluto justificada  se secó como una costra de herida y terminó cayendo a trocines. Es cosa injusta juzgar, cuando uno mismo ha estado también metido en casi el mismo pozo (casi). La primera persona se me presentó al cabo de esos meses, y, sin yo decir nada, se me derrumbó mediante un wasap de mil caracteres que me salpicó antes de leerlo de puro largo, y me entristeció, aliviándome a la vez... una vez leído. Tampoco es buen asunto aconsejar, cuando uno ha ido dando bandazos el segundo y primer trimestre de dos años consecutivos, sin atender a realidades, y siendo prácticamente incapaz de razonar y aceptar la pura verdad. A la segunda persona la hubiera abrazado sin dudarlo y le hubiese dicho lo mucho que vale, de no ser porque seguramente solo iba a creerlo oyéndolo de la boca de un individuo que siempre la devaluó. Taytantos ya bastante largos que cada vez van pesando menos, para poder ver que incluso la compañía de la persona más intrigante del mundo puede llegar a cansar, y que la de la persona más transparente puede simplemente atrapar.
El mundo resultó al final ser exactamente el mismo para todos.

miércoles, 16 de enero de 2013

El pequeño cambio

Pude mudar toda mi vida anterior a la nueva ciudad solamente cuando vi que ya no era la misma persona. Lo vi en mi cara, en mi ropa, en mis escritos, en mis nuevos amigos, en mi nueva música y en mis nuevos hábitos. Había sentido esa necesidad natural de romper. Fue fácil hacerlo con quien no me inspiraba ningún tipo de sentimiento, pero catastrófico emocionalmente con gente a la que tanto había querido.

Las maletas físicas fueron filtros naturales, y el resto en bolsas grandes, esperó unas semanas o meses antes de ser lanzado a los contenedores. Las cosas duplicadas fueron regaladas, y, muy cursimente, al estilo Bucay, quité el valor -realmente inexistente- a las que habían sido mis pertenencias hasta la fecha. Tenía una casa en aquel pueblo -mi colchón-, y sabía que no se iba a ir de mí mientras siguiera aireándola de vez en cuando. Ahorros, todo el cine necesario en el multimedia y toda la lectura necesaria en el Kindle. El resto, en una tarjeta tamaño 1x1cm. Ahí cabían amigos, conocidos, ayudadores, paños de lágrimas, amigos de verdad, conocidos con mucho feedback, antiguos amantes "cero-dolientes", y alguna ilusión del presente. De lo otro hice como si ya hubiese olvidado.

Despertar las primeras semanas en mitad de la noche y no saber en qué sitio estaba fue totalmente kafkiano, levantarme para mear a las tres de la madrugada e ir dando bandazos hacia la izquierda cuando debía haber sido hacia la derecha fue hiriente. Terminé con las piernas llenas de moratones.

Tardé en acostumbrarme a la poca presión de la ducha y, aunque mis baños eran de semestre en semestre, pensar en no volverlos a tener cuando yo quisiera me hizo pensar más en un retroceso que en un avance, la verdad. Y a la pérdida del microondas, y al paisaje azul y luminoso de mi buhardilla.

Empecé a acostumbrarme a los cines los viernes (¡fuera de casa!), a la elección de plan sin necesidad de conducir, y a las cienes de caras nuevas con los que me cruzaba a diario en mi camino a la academia.

De vez en cuando me sentaba en cualquier sitio y fantaseaba con cruzarme con gente de otra época, e imaginaba cómo sería ese momento, si ellos recordarían mi cara, si algunas me reconocerían al verme en persona, y siempre que pensaba eso terminaba sintiendo aún ese nudo y esas ganas de llorar. Entonces volvía a mi casa del pueblo y me acurrucaba enrollada en mi cama las horas necesarias hasta que volvía a salir el sol.