jueves, 14 de octubre de 2010

Ushuaia y los finales felices


Cuando embarcamos en el avión rumbo a Ushuaia noté en cierto modo que estábamos muriendo. Los dos. Ahorraste para ese vuelo durante dos largos años, y francamente pensé que no ibas a regresar jamás aquí. Yo no lo tenía tan claro, por eso supe que a medio o largo plazo, algo iba a morir: lo nuestro; tú... o yo.

Te miraba de reojo en el asiento, con esa mirada curiosa. Creo que tú a mí no me miraste ni una sola vez, emocionado ante la visión de tu nueva vida. Mi vida... bueno, no formaba parte de la tuya, lo supe desde el primer momento en que nos vimos. Al menos en esos momentos.

Allá nos esperaban días de lluvia, muchos más de los que a priori imaginábamos. Serían fáciles de soportar si estábamos juntos. Si nos separábamos nos invadiría irremediablemente esa melancolía que formaba parte de los dos, pero aún así arriesgamos todo, dejamos todo. Cuando vimos con qué rapidez cambiaba el tiempo supimos que aquella historia sería rara, distinta, especial. Porque nuestras cabezas eran así, cambiantes, volubles, como aquel cielo, como aquellas nubes.

Las risas entre varitas de incienso y copas nos hicieron ser los mejores amigos del mundo, los mejores amantes del mundo y los mejores enamorados del mundo. En ese orden. Y me mirabas; entonces sí me mirabas, y te quedabas quieto, y yo lo sabía porque mis ojos tenían -tienen- esa capacidad extraña de ver sin ser vistos. Y seguía a mi bola, sabiendo en todo momento que seguías cada uno de mis movimientos.

El invierno nos sorprendió en Ushuaia a los dos, que veníamos del sitio más opuesto a aquello. Envueltos en mil capas de lana y pellizas dejamos ambos crecer nuestros pelos, rejuveneciendo sin darnos cuenta. No sé si recuerdas la sensación de las tazas de té hirviendo en nuestras manos violáceas una tarde de cada dos. En el único bar, nuestro bar. Hablando en voz alta, y tú estremeciéndote cada vez que te rozaba la pierna bajo la mesa, como si lo estuviera viendo, notando... ahora en estos momentos.

Te gustaba llevarme a ver mar y espacios abiertos. No sabía exactamente lo que era aquello, unos días calidez, otros tal vez dependencia, otros ganas de mandarlo todo lejos y dejarte... Pero no podía. Cuando te veía llorar tenía que hacer mil trucos de magia para que te sosegaras, como se hace a los niños pequeños. Y te enjabonaba con mimo y ternura antes de secarte y abrazarte fuerte, muy fuerte. Solo tenía que dejar que el tiempo pasara, y me largaba al bar yo sola, cruzando aquella ventisca, notando al entrar cuánto me faltabas.

La primavera llegó con toda aquella gente de visita. Los primeros cinco minutos, cuando la viste a ella, ya empecé lentamente mi retirada. No tenía que alejarme con dramatismo, pero aquella historia, nuestra historia, no podía mantenerse, lo sabíamos los dos. Porque no hay nada que dure demasiado, y menos para siempre. Tenía que pasar porque sí, tenía que ser algún motivo, algún hombre, alguna mujer, pero algo. Y eso fue: pasó.

Lloraste cuando empecé a empacar mis cosas, pero estaba ya tan acostumbrada a verte hacerlo que ni siquiera me conmoviste. Otra vez esa horrible sensación de olvido de raíz que tan poco me gustaba sentir, notar... pero ahí estaba de nuevo, solapando mi fondo sensiblón que tanto te gustaba.

Hace ya mucho de todo esto, ya olvidé el frío de allá, y aunque los primeros años conservé algunas prendas de aquella vida y aquella temperatura, terminé tirándolo todo a la basura. Y quemé otro incienso con otros hombres, escuchando la música que tanto nos gustaba a nosotros, y decepcionándome cada vez que notaba cómo a otros no les conmovía ni lo más mínimo.

Sé que terminaste muriendo, como muere la gente, a diario. Me tuve que enterar por los seis grados de separación esos, y me dio pena ver que no había notado nada, y que seguí riendo y flirteando cuando tú justo te estabas marchando... Ese día pedí un té y apreté mis manos fuertemente, abrasándome yo sola. No me salió ni una sola lágrima, solo me sentía rara. Y culpable... por haberte abandonado allá, sabiendo que esa chica no significó gran cosa. Ni la siguiente, ni la otra.

Los escucho ahora...¿puedes oírlos?

Quiero creer que sí. Tú y yo jamás nos hubiéramos conocido si no llega a ser por ellos.

2 comentarios:

  1. Será que tiendo a la nostalgia y lo triste se me suele antojar bonito... Y el frío, y las tazas calientes, las miradas, la retirada...
    Tu historia me deja un poso de tristeza, pero de esa que nos hace recordar historias ante las que ya nos podemos permitir un esbozo de sonrisa.

    Un abrazo.

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  2. Cuánto tiempo, Miss...

    A mí me lo han tildado de defecto, pero en contrapartida, la misma sensibilidad que tenemos para lo grisáceo la tenemos para ver otras cosas de colores más rosas, ¿no?

    Y sí, hasta de las situaciones más dramáticas se saca luego una sonrisa. Todo es la vida y todo ha valido la pena :)

    besazos

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