jueves, 28 de octubre de 2010

Un paseo por las estrellas


Oscurecía sobre las cuatro de la tarde. Las bayas, a esa hora y con ese matiz del anochecer tenían un rojo perfecto. Rojo, verde, negro... y la acidez... y la bruma, y el rumor del bosque. La humedad metiéndose por la nariz. El gorro de lana gris en la cabeza, las mejillas rosy pink, como solían decir los chicos del staff entre mugs y mugs de té con leche y largas conversaciones. Dentro, el olor inconfundible del lavavajillas industrial; a día de hoy soy incapaz de definirlo, y si lo volviera a oler -aunque fuera de pasada, sabría cuál es al instante, con la certeza que se tiene en determinados momentos: eligiendo una prenda de ropa a la primera, enamorándote de una canción con una única oída o poniendo el nombre justo a lo que sientes en un instante determinado. Algo que no se parece a nada que ya conoces; no mejor -eso solo es capaz de saberse a largo plazo-, sino diferente, fresco, virgen; y que te da la oportunidad de partir de cero, habiendo dejado equipajes que fueron valiosos en su día y que quieres con locura, pero que ya forman parte de otro lugar... y otro tiempo. 

Cariños, buenos sentimientos, antiguas risas y más o menos recientes vibraciones. Vibrar-movimiento- cambio... Puertas cerradas, pero suave, muy suavemente. Lágrimas, a veces inevitables, pero no siempre de tristeza. Dejar hacer, dejar ser, dejar sentir, saber que la vida es ir cubriendo etapas. Y que termina lo fuerte y queda el rescoldo de lo bueno, que si fue bueno de verdad siempre formará parte de nosotros. Pero dejar ir, dejarnos ir, dejar que se vayan, dejar que nos vayamos... para estar mejor, para que estén mejor, para no sufrir ni hacer sufrir, y para vivir otras vidas y que otras vidas sean vividas. Libre y suavemente alejarse, alejarse... pero con una sonrisa en los labios y una mirada serena.

Las tardes que librábamos subíamos a la segunda planta del Arcade a Kelly's Records. Todo el mundo compraba Cds... pero mi paga no me llegaba. Y compramos cassettes de segunda mano: Bauhaus, Joy Division, Pixies... y Smashing Pumpkins.

Destapado como la caja de Pandora llegó ese doble disco de nuevo a mi vida estas semanas. 

El cielo estrellado, y un ángel melancólico siendo parido por una estrella. Todos los melancólicos debemos tener un poco de eso, de ángeles, pese a no creer en ellos, como no creo que exista gran cosa más allá de lo que puedo ver, oír o tocar. Pero a veces llegamos en los momentos indicados, y en los momentos indicados vamos saliendo poco a poco de la vida de los demás. Y alguien te dice: "llegaste como un ángel", o "gracias", y, aunque al principio no sabes bien cómo encajar eso, si tomártelo como algo bueno, malo, regular, o ni bueno, ni malo ni regular, terminas aceptándolo. Y te alejas, esperando que llegue otra ocasión y que otra persona piense lo mismo, y otra y otra... hasta que alguien sea capaz de verte como lo que eres: alguien normal y corriente, no más especial ni más nada que los demás...  y te acepte y se quede contigo.

Pudiendo elegir, habiendo tantas, unas me gustan mucho más que esta, pero...

jueves, 14 de octubre de 2010

Ushuaia y los finales felices


Cuando embarcamos en el avión rumbo a Ushuaia noté en cierto modo que estábamos muriendo. Los dos. Ahorraste para ese vuelo durante dos largos años, y francamente pensé que no ibas a regresar jamás aquí. Yo no lo tenía tan claro, por eso supe que a medio o largo plazo, algo iba a morir: lo nuestro; tú... o yo.

Te miraba de reojo en el asiento, con esa mirada curiosa. Creo que tú a mí no me miraste ni una sola vez, emocionado ante la visión de tu nueva vida. Mi vida... bueno, no formaba parte de la tuya, lo supe desde el primer momento en que nos vimos. Al menos en esos momentos.

Allá nos esperaban días de lluvia, muchos más de los que a priori imaginábamos. Serían fáciles de soportar si estábamos juntos. Si nos separábamos nos invadiría irremediablemente esa melancolía que formaba parte de los dos, pero aún así arriesgamos todo, dejamos todo. Cuando vimos con qué rapidez cambiaba el tiempo supimos que aquella historia sería rara, distinta, especial. Porque nuestras cabezas eran así, cambiantes, volubles, como aquel cielo, como aquellas nubes.

Las risas entre varitas de incienso y copas nos hicieron ser los mejores amigos del mundo, los mejores amantes del mundo y los mejores enamorados del mundo. En ese orden. Y me mirabas; entonces sí me mirabas, y te quedabas quieto, y yo lo sabía porque mis ojos tenían -tienen- esa capacidad extraña de ver sin ser vistos. Y seguía a mi bola, sabiendo en todo momento que seguías cada uno de mis movimientos.

El invierno nos sorprendió en Ushuaia a los dos, que veníamos del sitio más opuesto a aquello. Envueltos en mil capas de lana y pellizas dejamos ambos crecer nuestros pelos, rejuveneciendo sin darnos cuenta. No sé si recuerdas la sensación de las tazas de té hirviendo en nuestras manos violáceas una tarde de cada dos. En el único bar, nuestro bar. Hablando en voz alta, y tú estremeciéndote cada vez que te rozaba la pierna bajo la mesa, como si lo estuviera viendo, notando... ahora en estos momentos.

Te gustaba llevarme a ver mar y espacios abiertos. No sabía exactamente lo que era aquello, unos días calidez, otros tal vez dependencia, otros ganas de mandarlo todo lejos y dejarte... Pero no podía. Cuando te veía llorar tenía que hacer mil trucos de magia para que te sosegaras, como se hace a los niños pequeños. Y te enjabonaba con mimo y ternura antes de secarte y abrazarte fuerte, muy fuerte. Solo tenía que dejar que el tiempo pasara, y me largaba al bar yo sola, cruzando aquella ventisca, notando al entrar cuánto me faltabas.

La primavera llegó con toda aquella gente de visita. Los primeros cinco minutos, cuando la viste a ella, ya empecé lentamente mi retirada. No tenía que alejarme con dramatismo, pero aquella historia, nuestra historia, no podía mantenerse, lo sabíamos los dos. Porque no hay nada que dure demasiado, y menos para siempre. Tenía que pasar porque sí, tenía que ser algún motivo, algún hombre, alguna mujer, pero algo. Y eso fue: pasó.

Lloraste cuando empecé a empacar mis cosas, pero estaba ya tan acostumbrada a verte hacerlo que ni siquiera me conmoviste. Otra vez esa horrible sensación de olvido de raíz que tan poco me gustaba sentir, notar... pero ahí estaba de nuevo, solapando mi fondo sensiblón que tanto te gustaba.

Hace ya mucho de todo esto, ya olvidé el frío de allá, y aunque los primeros años conservé algunas prendas de aquella vida y aquella temperatura, terminé tirándolo todo a la basura. Y quemé otro incienso con otros hombres, escuchando la música que tanto nos gustaba a nosotros, y decepcionándome cada vez que notaba cómo a otros no les conmovía ni lo más mínimo.

Sé que terminaste muriendo, como muere la gente, a diario. Me tuve que enterar por los seis grados de separación esos, y me dio pena ver que no había notado nada, y que seguí riendo y flirteando cuando tú justo te estabas marchando... Ese día pedí un té y apreté mis manos fuertemente, abrasándome yo sola. No me salió ni una sola lágrima, solo me sentía rara. Y culpable... por haberte abandonado allá, sabiendo que esa chica no significó gran cosa. Ni la siguiente, ni la otra.

Los escucho ahora...¿puedes oírlos?

Quiero creer que sí. Tú y yo jamás nos hubiéramos conocido si no llega a ser por ellos.