lunes, 7 de marzo de 2011

Dibujos en el cielo de noche


(Foto de Brenda Tharp)

Un grupo de gente rodea una hoguera. Pese a estar prácticamente en mitad de un desierto... no hay frío; solo una brisilla templada muy muy agradable. Con cualquier tipo de prenda, incluso sin nada, es una temperatura perfecta, de esas que se advierten -para bien- y provocan que las personas dejen de hacer lo que traen entre manos solamente para tener ese sentir placentero de la calidez golpeando levemente sus caras, sus brazos, sus piernas y sus manos. Puede que sea mayo, pero también es probable que sea junio. Importa poco eso. Solo ese bienestar en esa noche.

La hoguera no quema, qué contradictorio, si el fuego quema siempre si uno se acerca demasiado... pero pueden estar perfectamente a tres metros de ella -un círculo pues de tres metros y toda la gente que quepa a su alrededor- sin necesidad de apartarse. Primero cuentan historias; luego alguien pide silencio. Y callan todos, sintiendo plenamente ese momento, a la vez que la brisa sigue dando pequeños toquecillos agradables, apenas despeinando pelos, como bailando y serpenteando entre ellos.

Durante el silencio se escucha la soledad;  no es fácil eso. La mayoría empieza a dejar caer los párpados. y, cuando los ojos se cierran, parece como si todo se moviera, y la primera vista con ellos cerrados es un color naranja muy apagado que da paso a un blanco con manchas negras. Desasosiego. La misma sensación de  otras veces, como de vivir a medias. Y al poco se escucha a alguien llorar. Y ya no hay nada.

En sus cabezas se montan historias. Fuera de cada cerebro hay otro completamente distinto: distintas conexiones con distintas neuronas; distintos problemas y distintos propósitos para resolverlos. Empatía... la justa. En este mundo cada uno va a su historia, y el problema que atormenta a la mente de la izquierda se queda ahí encerradito, sin afectar lo más mínimo a la mente de la derecha. Es una empatía a ratos, el rato que se da cuando se cuentan las cosas, se escuchan y dos se abrazan. Terminado el abrazo, el oyente ha olvidado prácticamente el tema del hablante, y así es todo.

Entonces alguien coge una astilla finita y larga y la moja en el fuego. Girándose, ante el lienzo negro que es  ese enorme cielo de noche, empieza a dibujar espirales que duran apenas segundos, pero el resto lo observa maravillado.

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