Avanzando junio tengo por fin las llaves de mi casa. Luminosa, amarilla, de techos altísimos. La nevera baja y llena de cosas, plantas aromáticas en el balcón, y un bañerón.
Entré redonda, y llorando me arrodillé en el suelo: no podía parar, no podía; fuera, una parra.
Se ha llenado la casa de gente, la gata blanca y negra que acabó casi en un contenedor allá en Polop se pasea entusiasmada buscando sol; no ha tardado en adueñarse de un cojín rosa oscuro. Por todos lados huele a romero. Fumamos de nuevo.
Las horas del día se miden según el color del vino y el tiempo por fin pasa suave y despacito. Como bromeamos los amigos de toda la vida del pueblo, llevábamos nada más que 40 años ensayando para llegar hasta aquí. Solamente teníamos que esperar procurando no ser mala gente.
Todavía nos hablamos, todavía nos juntamos. Es casi verano y se presenta gente cuando menos lo esperamos. Con kilos de más y más viajes que contar. Hace tiempo que decidimos no dejar de viajar y marcar chinchetitas en nuestro mapa.
Superamos juntos tantas cosas y tantas idas y vueltas que nos regaló la vida, allá entre montes en aquel hondo caluroso y agobiante.
Nos queremos. Todos. Es una felicidad a los cuarenta reunir gente y quererse aún. Con la que nos ha caído a veces.
La vida parece sonreír por todos lados. Las paredes amarillas huelen a campo. Llegó el sol y vino para quedarse.