De niñita engendré una utopía. Colinas de verde terciopelo, suaves, ondulantes y acogedoras. Y las veía de vez en cuando en la sobremesa, la hora del día que prefiero, cuando el día se parte en dos y el mundo queda quieto, estable, en paz.
Me sentaba en un sillón cuando el suelo quedaba ya limpio del estropicio de la hora de comer, y mi madre bajaba la persiana hasta la mitad, como dando la señal de que empezaba el rato del descanso. Y entonces el Oeste, los desiertos y las llanuras cobraban vida por la magia de la tele en la casa de la playa. Yo quería vivir allí, y cabalgar sin límites, y correr sin topes, lindes, paredes ni finales. Libre. Sintiendo la brisa en mi cara. Era un imaginar la felicidad -y un llegar a sentirla por proyección- en el que la única protagonista de mi estado era yo. El estado ideal que poquísimos alcanzan.
Otra vez sucedió. La música. Despertarme en mitad de un ciclo escuchando una canción concreta. Y abrir los ojos, mirar a mi lado izquierdo y al frente unos segundos después y ver que era justo esa música, ese ritmo repetitivo y suave, el que mejor se ajustaba a lo que vi en esos momentos: varias motos circulando plácidamente, dejándose llevar por aquel mundo ondulante y suave. Y yo en aquel extraño bus, sola, sin nadie a quien poder dirigirme en el idioma de mis pensamientos, ni el de mis sentires. Poderse comunicar no es hablar; poderse hacer entender no es poderse expresar. No se saca la esencia exacta ni se la puede ofrecer en bandeja de plata al otro. Es limitado. Y el ser humano, el cerebro y el corazón no tienen límites...
(Neighborhood #4 (Kettles), de Arcade Fire)
Pues yo últimamente, por más que me intento explicar, no consigo hacerme entender... qué frustración...
ResponderEliminarA lo mejor te pasa como a mí, que disparas bien, pero hacia la dirección equivocada ;)
ResponderEliminarPanabesos!!