sábado, 25 de septiembre de 2010

Paraísos


De cajón que uno se "hace" de cierto modo según haya ido alimentándose los primeros años. Si es que nacimos  ya "hechos", de cualquier modo nos vamos completando, y los alimentos que nos forman, que nos moldean, no son solamente los que entran por la boca. Sensaciones táctiles -el barro que manejábamos-, olfativas -el olorcillo de pinturas con que terminábamos nuestras "obras"-; visuales -el residuo en las uñas que nos dejaban los Manley-... o la música que sonaba desde otro cuarto en nuestra propia casa.

No fui solamente yo quien creció en cuarto "de chica" con decoración de colores suaves... y fondo musical tirando al punk; alguna amiga también tenía un hermano mayor con esa tendencia, y debíamos tener catorce años cuando pusimos en el cuarto donde solíamos pasar ratos largos hablando de chicos y complejos una cinta de los Clash.

Estaba grabada, cómo no -entonces solamente tenían cintas originales los pudientes,- y el hermano de mi amiga no lo era, como tampoco lo eran los míos.

La primera que sonó y se me quedó marcada fue una en la que estaban hartos de los Estados Unidos. Vaya, hasta ahí llegó mi oído, claro, si lo repetiría como cien veces en los escasos minutos que duraba... Grábamela, es interesante...

Un anuncio del Fiat Punto en una revista rezaba que "ciertas cosas en Londres habían dejado de ser innovadoras". De fondo, la bandera azul-roja-blanca; en primer plano, dos punks. La recorté cuidadosamente y con ella forré mi carpesano de COU. Bueno, acotar -ya hablaré de ello-, definirme, complicarme quizás..
Luego llegó València, y mis continuas visitas al parterre donde se ubicaban puestecillos hippies. Elegí aquella camiseta -que me acompañaría durante tantos años- por la impresión, para qué engañar. Había un tipo golpeando una guitarra contra el suelo. Más que un tipo, una silueta en negro. Y letras en rojo y verde alternando esa palabra que fue para mí un mantra esos años: London.

Más tarde fue el pub de nombre oscilante, y las sobremesas domingosas en las que no asomaba ni una rata y podía pedir que pusieran otra vez, y otra, y otra... esa canción mientras la camarera -y amiga- y yo, pormenorizábamos sobre nuestras respectivas noches anteriores, preguntándonos por qué y cuándo...

No sabía de qué iba, solo que me atrapaba con esos acordes tristes, y se me hacía fascinante pensar que las mismas personas rabiosas contra el sistema podían ser capaces de confeccionar melodías con ese ritmo característico que conduce irremediablemente al movimiento de tronco. Era vinilo, y era un disco apartado por ella para mí solamente para los domingos después de comer. Llorábamos a veces escuchándola, nadie nos veía, pero vaya si lo hacíamos. Llorar, digo.

Adopté esa canción sin pedir permiso, y la hice mía, como poco después hice mía Where is my mind -ahí sigo, preguntándome eso...-, y con el tiempo conocí -he conocido- a más personas para las que también es especial.

Y no sé si es que vinimos todos a nacer bajo cierta influencia generacional de hermanos mayores, es un factor a tener en cuenta, pero en cierto modo, esas personas, nosotros, compartimos cosas. Puede que sea que somos "claros como el hielo de invierno...  y ese sea nuestro paraíso" :).



2 comentarios:

  1. Me gusta mucho cómo evocas las canciones que no sólo adoptas, sino que te (nos) adoptan. Como si vieran nuestro íntimo desamparo.
    Un beso.

    ResponderEliminar
  2. Modo cosí maloso on: lo que se golpea contra el suelo es un bajo, no una guitarra

    ResponderEliminar

¿Te apetece aportar algo?