martes, 16 de noviembre de 2010

De colisiones y cuevas


El que va de paso emprende el camino, normalmente ascendente, zigzagueante, sinuoso; a veces duro, a veces suave; siempre imprevisible.

Asciende, y a la vez que deja de escuchar sonidos que diez minutos antes eran claros y cotidianos, el silencio inmenso de la montaña va haciéndose espacio en sus oídos, acoplándose, retorciéndose, hasta terminar ocupando todo, y aislando a cada caminante en sí mismo. Pensando...
Siempre, desde lo más inmenso, desde esos lugares y esas vistas, el individuo, como dijo Nietzsche, deja de ser absorbido por la tribu, y cada nueva roca lo acerca más y más a la cima y es un tramo menos de apego. Y sube él solo. Puede haber otras voces... otra voz, pero sube a solas.

Y piensa, valga la redundancia, en qué pensarían hace tantísimos años aquellas personas con preocupaciones puede que no tan banales como las suyas, pero igual de inútiles, ya que al final las cosas son o no son siempre por ellas mismas, sea conseguir una pieza de caza, encontrar un trabajo o cimentar una amistad. Dejamos de ser parte implicada cuando en nuestro rumbo se cruzan y mezclan otros planetas, estrellas y asteroides que vienen de galaxias diferentes y a ellas vuelven. Solo son rozamientos, pequeñas colisiones casuales, inexplicablemente casuales, que por lógica no deberían haberse dado. De una colisión nunca se sale sin dejar pedazos esparcidos. Pero al final, la vida es ese ir dejando miguitas de goma de borrar, y en trozos tan tan pequeños que no nos damos cuenta, pero nos van moldeando –o quitando-, y no somos iguales que la semana pasada, ni nuestra mirada es la misma, y solamente ha pasado un espacio minúsculo de tiempo, pero ya no somos iguales.

Los ojos descansan, la mirada se relaja. Sorprende encontrarse a las mil una florecilla que contrasta con el monotono, y dan ganas de hacerle una foto, pero la cámara está cada vez más lejos…

A esos sitios hay que ir con los cinco sentidos, pero pese a la nariz bloqueada, uno imagina esos olores, y de paso recuerda que no está oyendo nada, que cada vez está más y más solo. Y piensa que, si pasara mucho tiempo allá arriba, terminaría volviéndose loco.

Al final siempre se llega a la meta, es inevitable. Y desde arriba observa el paisaje en semicírculos, los mismos que dibujábamos como montañas cuando éramos pequeños y pintábamos en tres tonos distintos de verde, pese a vivir en otras más bien grisáceas. De niño, los cuentos llevan siempre las montañas verdes, y uno tiene que llegar a mayor y girar su cabeza en el coche, para darse cuenta de que la realidad estaba fuera de la caverna, y que ese verde lo causaba una percepción distorsionada –con hoguera o sin hoguera-, y sobre todo, una cadena en el cuello, que era la infancia misma, que nos hacía pensar que el mundo era tal y como lo veíamos nosotros, que siempre todo sería feliz como entonces.

De espaldas a las formas semicirculares, está el abrigo, la cueva, el refugio. Mucho más grande de lo esperado e imaginado. Y se convierte en una especie de lugar mágico, donde la mentira sobra, donde claramente uno expone lo que piensa y escucha al otro pensar. Como una especie de catarsis. Pero muy necesaria.  Después se pregunta uno si la verdad que es en ese momento seguirá siéndolo un tiempo después, y, si no es así,  si será menos verdad que la que existe en ese presente y en esa cueva mágica. Y si se puede afirmar algo rotundamente cuando depende de un pensamiento, y este es, a su vez, quizás lo más variable que tiene el ser humano.
 
Alcanzado todo, se desciende, menos cargado de equipaje que al subir, pero también pensando y en silencio. Hay historias en las que ya se ha dicho todo; que más palabras no van ya a mejorar, ni empeorar, ni embellecer, ni afear. Que de algo ha servido subir hasta allá arriba... aparte de para conseguir un pisapapeles natural :).

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