Fue una época extraña de mi vida. La época que me marqué para encontrarte. Ya no te buscaba; te tenía en mi cabeza, puede que desde que había nacido, porque debe ser así, y algo tiene que suceder en el Universo años antes o años después para que por fin dos choquen y se unan.
Conducía de manera un tanto temeraria, advirtiendo por instantes que lo hacía por inercia pura, siguiendo de noche los rastros de luces y poco más, y de día los coches donde podía verte a ti conduciendo. Oteaba cada uno con el que me cruzaba, y llegaba a distraerme de tal forma, que en demasiadas ocasiones era el sonido del claxon de algún amargado el que me despertaba de ese especial ensoñamiento, con la radio de fondo y dejando que fuera mi coche el que me llevara, y no al revés.
Me sorprendí observando los ojos de todos con los que me cruzaba, intimidándolos puede, manteniendo dos segundos al menos ese primer contacto visual. Pensaba que sería así quizás como iba a conocerte, y que me pararías por la calle, me cogerías una de mis manos y dirías: "te estuve buscando todo este tiempo... ¿dónde te habías metido?"
Luego fue en la Escuela, cuando iba a cogerme el chocolate habitual. Esperaba un ratín después de tenerlo para ver si eras tú el que venías a por tu café o lo que fuera. Mis compañeras me miraban raro, y yo parecía vivir dos segundos más lenta que el resto del mundo, como a la expectativa.
Más tarde, en mi época más oscura, donde digamos que toqué fondo, solía vestir de negro ajustado, y me echaba el pelo hacia atrás con gomina, cargando los ojos de khol y perfumando hasta el último rincón de mis curvas para ver si me olías, me captabas, me mirabas... Salía por las noches resultando patética, acabando casi al amanecer más sola que la una, con toda la cara emborronada e inmensas ganas de llorar, y casi parecía que algunas de las mejores canciones de perdedoras habían sido escritas para mí. Y me hundí.
Fue esa época, la de la casa en la playa en invierno, cuando dejé de quererte encontrar -que no buscar-, y en cambio la vida me trajo a mí misma. Renové toda mi sangre por entero dejando de beber, blanqueé mis pulmones y dejé crecer mi pelo. Fueron esos días de madrugar mucho mucho y ver cómo amanecía a pocos metros del mar. Nunca reprimí mis lágrimas esos meses, nunca más me teñí el pelo y asesiné y enterré mi ansiedad corriendo por la orilla hasta que ya no recordaba esos tiempos en que dejé, en que me dejaron, en que fui rechazada...
Más tarde, en mi época más oscura, donde digamos que toqué fondo, solía vestir de negro ajustado, y me echaba el pelo hacia atrás con gomina, cargando los ojos de khol y perfumando hasta el último rincón de mis curvas para ver si me olías, me captabas, me mirabas... Salía por las noches resultando patética, acabando casi al amanecer más sola que la una, con toda la cara emborronada e inmensas ganas de llorar, y casi parecía que algunas de las mejores canciones de perdedoras habían sido escritas para mí. Y me hundí.
Fue esa época, la de la casa en la playa en invierno, cuando dejé de quererte encontrar -que no buscar-, y en cambio la vida me trajo a mí misma. Renové toda mi sangre por entero dejando de beber, blanqueé mis pulmones y dejé crecer mi pelo. Fueron esos días de madrugar mucho mucho y ver cómo amanecía a pocos metros del mar. Nunca reprimí mis lágrimas esos meses, nunca más me teñí el pelo y asesiné y enterré mi ansiedad corriendo por la orilla hasta que ya no recordaba esos tiempos en que dejé, en que me dejaron, en que fui rechazada...
Pero sucedió que empecé a temer la vida, y no, para nada era inmune al dolor, sino más bien había logrado alejarlo tanto tanto que regresó el miedo, pero no ese miedo que me había hecho dormir mal durante un año y medio, sacándome arrugas y envejeciendo mi expresión más que cinco años de abandono, sino el miedo mismo a salir ahí fuera, a estar expuesta a un algo, a un alguien, a ti.
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