Me pregunto, cada vez que visito un lugar, qué motivaciones habrán llevado a las demás personas con las que coincido. No es plan de ponerme a preguntar al primero con el me tope en una visita guiada "- y ¿qué te trajo aquí? ¿qué sientes en este momento?", porque no estamos acostumbrados a ese tipo de preguntas en el día a día, y apurando, ni siquiera con gente con la que tenemos más confianza.
La verdad es que cuando llegamos a un sitio, estamos cansados como aquel que dice de verlo en fotos y películas. Conocemos antes la imagen que la esencia. Y aún así nos ilusiona ir. Quedarse callado ante el escenario donde tuvo lugar la batalla de Little Big Horn, observar el sky line de la capital escocesa desde Arthur's seat, admirar la majestuosidad del Gran Cañón...; interés espiritual, diría yo, como tratando de conectar de alguna manera con eso que sucedió tantos años antes o con esa gente que vivió en el mismo sitio que podemos pisar ahora por obra y gracia del tiempo libre.
Solía usar con una persona la frase que tal vez resumía ese afán por conocer lo ya conocido. Así, riendo, siempre decíamos: "yo estuve allí".
Solía usar con una persona la frase que tal vez resumía ese afán por conocer lo ya conocido. Así, riendo, siempre decíamos: "yo estuve allí".
Por mi profesión debo ser imparcial totalmente a la hora de recomendar tal o cual visita, pero los nerviosillos no podemos a veces disimular nuestro entusiasmo, y de igual manera que paso muy rápidamente el apartado de Iglesias -no por nada, sino porque casi todas tienen elementos comunes y cuando el viajero entra en una, ya sabe más o menos lo que se va a encontrar-, se me nota a un kilómetro cuánto me gusta recomendar la visita a las montañas.
Ir ascendiendo suavemente hasta alcanzar los 700 metros de altitud y, al tiempo que se advierte cómo se cambia por completo el paisaje de regadío por el de secano, imaginar cómo vivían los últimos reductos de moriscos, o cómo se podría acceder a esas inexpugnables ruinas hace cientos de años. Ahí, el guía o el informador, ya debe tratar de explicar con qué predisposición se debe adentrar uno en esos parajes e insinuar que lea un poco de la información que se le ha proporcionado con tal de situarse mentalmente ante unas tierras que, en principio, no tienen resquicio de que hubieran sido pisadas alguna vez.
Bueno, viajar, cambiar, conocer, reconocer, saborear, apreciar. Disfrutar, al fin y al cabo.
Ayer, por cuestiones de trabajo precisamente -afortunada yo-, pude ir 157 km hacia el sur a un lugar que me hacía especial ilusión conocer. Para llegar a los postres a veces uno necesita pasar por platos que no le entusiasman, pero siempre ese dulce vale la pena, y es más, el sabor es el que prevalece, ya que es el último.
Era una tarde la de ayer de primavera cálida y muy soleada, pero con el resol de finales de abril, ese que no llega a quemar -aunque sí arrosa la cara ;)-. Era una casa luminosa, acogedora. En el tramo de la cocina al patio, se apreciaba una brisa suavísima. Quizás fue sensación mía, pero creo que nadie hablaba, como en un silencio respetuoso, y que todo el grupo lo estaba disfrutando igual. Se oyeron más clics que en el resto de sitios que visitamos, e incluso había como una especie de sentimiento de ternura flotando en el ambiente. No era para menos. Estábamos en la casa donde vivió Miguel Hernández.
No hubo pocos comentarios diciendo qué luminosa era, qué bien se estaba, qué patio tan relajante. Con la montaña inmediatamente detrás y las cuadras y todo encalado como se ha hecho siempre por estas tierras. Si bien llevaba leyendo sobre su vida los días previos, no imaginaba su casa tan cercana al monte y al campo, sino más bien entre medianeras, y me pareció que incluso tenía un microclima especial y que, estando dentro, al sol de su patio y a la sombra de su higuera, el tiempo era perfecto, y aparte, discurría más despacio...
Una vez más, cuánto hace el entorno para que broten unas u otras palabras.
Sonreír con la alegre tristeza del olivo.
Esperar. No cansarse de esperar la alegría.
Sonriamos. Doremos la luz de cada día
en esta alegre y triste vanidad del ser vivo
No hubo pocos comentarios diciendo qué luminosa era, qué bien se estaba, qué patio tan relajante. Con la montaña inmediatamente detrás y las cuadras y todo encalado como se ha hecho siempre por estas tierras. Si bien llevaba leyendo sobre su vida los días previos, no imaginaba su casa tan cercana al monte y al campo, sino más bien entre medianeras, y me pareció que incluso tenía un microclima especial y que, estando dentro, al sol de su patio y a la sombra de su higuera, el tiempo era perfecto, y aparte, discurría más despacio...
Una vez más, cuánto hace el entorno para que broten unas u otras palabras.
Como la higuera joven
de los barrancos eras.
Y cuando yo pasaba
sonabas en la sierra.
Como la higuera joven,
resplandeciente y ciega.
Como la higuera eres.
Como la higuera vieja.
Y paso, y me saludan
silencio y hojas secas.
Como la higuera eres
que el rayo envejeciera.
Alto soy de mirar a las palmeras,
rudo de convivir con las montañas...
Yo me vi bajo y blando en las aceras
de una ciudad espléndida de arañas.
Difíciles barrancos de escaleras,
calladas cataratas de ascensores,
¡qué impresión de vacío!,
ocupaban el puesto de mis flores,
los aires de mis aires y mi río
rudo de convivir con las montañas...
Yo me vi bajo y blando en las aceras
de una ciudad espléndida de arañas.
Difíciles barrancos de escaleras,
calladas cataratas de ascensores,
¡qué impresión de vacío!,
ocupaban el puesto de mis flores,
los aires de mis aires y mi río
Porque soy como el árbol talado, que retoño: porque aún tengo la vida.
Yo te dije un día,
ResponderEliminarque eso mismo era la poesía.
Impresión inmediata, huella profunda
en los cimientos hondos y hasta sombríos
de los latidos,
y de la luz de las sonrisas.
Dije de la risotada desbocada,
libre
como el galope de mi caballo blanco
sobre la noche helada de la tierra dormida.
El poeta me llama,
el poema me llama
y ardo
inflamado por su grito de vida
a la luz del Oriente.
Dame la mano para cruzar este umbral
salgamos de la línea de sombra
hacia esa higuera henchida
de aromas verdes
con los ojos abiertos al destello.
Un poema, un mordisco de fruta, la brisa y tu beso.
Digamos que me has levantado los ojos esta tarde hasta una palmera y que me has animado a dorar la luz del resto del día "en esta alegre y triste vanidad del ser vivo".
ResponderEliminarLo que son las palabras, ¿no?
Yo también os digo que me habéis alegrado la tarde los dos.
ResponderEliminarNo diré que últimamente escribo poquísimo, ni tampoco por qué es así y cómo uno a veces deja de ilusionarse por lo que más le ha ilusionado siempre. Son cosas que pasan.(Vaya, ya lo he dicho :P)
Gracietes.
Siempre es mejor que te desilusione escribir en un blog que no una persona :) De todas formas como reciente bloggera, he llegado a la conclusión de que todo tiene sus rachas y unas veces escribes compulsivamente y otras... psssa. Y debe ser contagioso, porque hay que ver la de blogs que se están volviendo menos productivos últimamente...
ResponderEliminarHay personas privilegiadas por haber estado en ciertos lugares, y lugares privilegiados por haber albergado a ciertas personas. Qué bien nos has traido una intersección de ambas... y que bien has retratado la magia que debe haber en ese lugar.
ResponderEliminarLady, es que yo no lo veo como una desilusión, sino como falta de ilusión, y sobre todo, nada que ver con personas. Si dependiera de factores externos, no mantendría dos blogs en danza, jajaja.
ResponderEliminarSobre la productividad... los blogs que sigo son muy prolíficos, y aparte siempre hay joyitas por descubrir ;)
Eligio, sí, exacto, es eso: el lugar tenía que tener todo eso que percibí precisamente por haber vivido allí alguien con la sensibilidad de M. Hernández. El entorno lo inspiró a él, y él lo impregnó. Una vez más, amor con amor se paga.
Buen finde a los cuatro.
Muchas veces se conocen los lugares por fotos, pero pocas veces por sensaciones hasta que no los ves. Y tú no has transmitido sólo imágenes hoy...
ResponderEliminarBesos.