jueves, 18 de diciembre de 2008

Palabras amarillas

A menudo le venían al pensamiento aquellos tiempos en que el mundo era en blanco y negro, y, mientras escribía como una autómata en el ordenador del trabajo, recordaba aquella caja de metal, aquel aroma a talco, las flores secas, y como, en una especie de escondite bien planificado, se adivinaban trozos de papel amarillento. Su abuela murió sin saber que aquellas cartas serían leídas por alguien algún día, y tuvieron que pasar dos generaciones para que se descubriera su secreto.

Entonces un día, aquel señor sin nombre y con apellido, que se hacía llamar jefe, le mandó la distraída tarea de eliminar archivos innecesarios de su equipo. Pasaron varios días y fueron cayendo a la Papelera de reciclaje montones de documentos obsoletos, uno tras otro; y fue en uno de esos momentos, cuando, de repente, encontró aquella carpeta sin nombre... La hubiera eliminado sin más, como había hecho con tantas otras sin apenas pestañear, pero un raro impulso la empujó a abrirla, y ver como, a su vez, ésta se abría en otra, y la otra en otra más, y, como en aquella caja oxidada que guardaba en el armario de su casa, se fueron desplegando hasta veinticinco carpetas más, amarillas como aquel papel, y detrás de todas ellas, y en formato word, encontró una historia de amor.

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